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domingo, 18 de abril de 2010

La horma de la cultura: mujeres y gestos

En Acerca de mis cuentos, Jorge Luis Borges, escribía:

Homero, o los griegos que llamamos Homero, sabía, sabían, que el poeta no es el cantor, que el poeta (el prosista, da lo mismo) es simplemente el amanuense de algo que ignora y que en su mitología se llamaba la Musa. En cambio los hebreos prefirieron hablar del espíritu, y nuestra psicología contemporánea, que no adolece de excesiva belleza, de la subconsciencia, el inconsciente colectivo, o algo así. Pero en fin, lo importante es el hecho de que el escritor es un amanuense, él recibe algo y trata de comunicarlo, lo que recibe no son exactamente ciertas palabras en un cierto orden, como querían los hebreos, que pensaban que cada sílaba del texto había sido prefijada. No, nosotros creemos en algo mucho más vago que eso, pero en cualquier caso en recibir algo.

De eso que el habla es de lo que intentaremos hablar aquí, de una inercia, de una suerte de fuerza que se impone a las formas individuales. Si ella ocurre en las letras, cuyo acto es aceptado por ser insignia de lo racional. ¿Qué se podría esperar de aquellos actos, cuya repetición constante, someten al quehacer en un horma más rutinaria y aparentemente menos racional? Actividades como la del zapatero, que arregla los desperfectos del que camina; o la del constructor, que acomoda los ladrillos que le dicta el arquitecto; o la del panadero que amasa la harina que le ordena el maestro; o la del hombre prehistórico, que tallaba los instrumentos líticos que requería la caza. Todas esas actividades, en cierta forma, conviven con la del acuñador de monedas: se repiten, parecen respuestas a estímulos específicos, a órdenes que se ciernen el quehacer de manera muy específica.

La cultura es como un fantasma. Nos sigue y nos persigue durante toda la vida. Es como los acentos, los gestos y las miradas: por mas que intentamos pretender que no los tenemos, ellos -los fantasmas-, sin permiso, se asoman. Qué difícil la labor del espía: prisionero de la razón debe educar lo inconsciente -al guiño, a la mueca- para enmascararlo en una horma ajena a la suya. El espía ata sus fantasmas. Yo creo que a todos esos verdugos terminaron por salirles callosidades en el alma. Yo creo que después cuando caminan les raspa la máscara como si mil lenguas de gato les lamieran la herida escondida. Y cuando pueden, seguramente, en las juntas sindicales de espías, gritan y gimen su cultura, la ostentan como el tesoro prohibido.

Pero como el espía que busca cuando esconde, el antropólogo también escudriña y hurga, e intenta levantar los suelos de la corteza para develar los sedimentos enterrados que enmascaran a los habitantes de este y aquel pueblo. Yo fui entrenado para eso. Sin embargo, no recibí la educación del criptógrafo, ni la del colonialista, menos la cátedra del maestro Michitaro Tada: me conformo con los libros y aun aprendo de todos ellos. Aveces, incurro en errores de estilo y como el fotógrafo no puedo evitar poner mi perspectiva en la foto. Así que he de ser sincero: no sé si todo lo que describo lo develo y lo descubro o, más bien, lo tiño y lo invento. Tada estudió los gestos, los movimientos sutiles. Estoy seguro que a mil metros podía diferenciar distingos de clase, los movimientos del barrio. ¡Qué decir de las mujeres y de sus funciones comunicativas! En una cultura como la japonesa en donde la prohibición del gesto es timbre de la sensualidad femenina, Tada, pudo identificar mil rúbricas, mil signos. Hizo labor del quiromántico.


Llevo meses en Catalunya y me ha intrigado un gesto. Imploro a Tada, otra vez se trata del gesto femenino, aunque ahora no es de la mujer oriental. Quiero hablar de las catalanas. En su mayoría son muy atractivas, pero en ellas hay un gesto que me abruma. Es una suerte de dureza que guarda su expresión, una suerte de retención. Parecerían contener la sonrisa, pero ni siquiera su mirada sonríe... Las catalanas comulgan en sus facciones con las francesas: ambas, evidentemente, son muy atractivas, pero a diferencia de sus vecinas, pícaras y sensuales, a las catalanas, las anega el silencio, la distancia, la seriedad. Son duras de rostro, están como ausentes cuando contemplan y cuando miran; esperan, calculan, meditan. Francesa mirada de Marron glacé; Catalana, la tuya es de avellana. Sólo que aún se esconde dentro de su cáscara.

La explicación del Sin Nombre

Todos, al poco tiempo de nacer, tenemos un nombre: así sucede con lo que rodea al ser humano. Éste lo nombra y, sólo entonces, aquello existe. El acto de nombrar es un acto humano por excelencia.


El título de este espacio busca encerrar la expresión de lo humano. Sus contenidos no serán algo terminado, ni reflexiones acabadas, son en sí un deseo de encuentro, un dejarse ir; son una búsqueda de esa humanidad. Quiero encontrar un diálogo, una reflexión y espero en esta pequeña ventana poder lograrlos.


El inconsciente es la horma del acto cultural; acto que algunos confunden con el instinto, con lo natural. Sin embargo, dicha horma, al proclamarse como la insignia de la humanidad, es la base de la diferencia: en ella se tejen la trama y la urdimbre del tiempo y del espacio humanos. Quiero hacer de este un espacio en el que el inconsciente encuentre un camino. En él intentaré no retenerme a reflexionar, a pensar el qué dirán y simplemente me expresaré tal cual soy. Mis pensamientos, no serán en tal caso, puros como el diamante, eso sería una búsqueda arrogante e inhumana para un espacio así. Serán, por el contrario, axis de confusión, serán el entrecruce de mis intolerancias, serán la puerta en donde salen mis fantasmas.